-Ese mi Punkijote. Ya se supo, ¿eh?, que te llevaste ayer a la Marianela. Fuiste el mero ganón. No hay más.
El que me soltó ese rollo, así de sopetón, era el Roñas, bato que había estado en el reventón del viernes de la semana anterior, donde se hizo presente casi toda la banda dándole rienda suelta al verbo fácil e intrascendente y a sus tradicionales debilidades: el alcohol y otras cosillas. Aunque ustedes bien saben que yo trato de no hacerle a ninguna de esas cosas -por mi personal código de ética-, no puedo negar que sí me metí dos que tres alcoholes y entré en un nivel de euforia chido, mientras la raza se perdía, con el consumo excesivo, en sus laberintos tortuosos e infinitos, casi, casi en sus infiernos.
El alcohol y cuanta madre se metieron, hicieron sus estragos, dando paso a los típicos desfiguros y a las guacareadas que, incontenibles, aparecieron por todas partes. Las sandeces hacían su nido en todas las bocas y no faltaron los que soltaban, al escuchar cualquier pendejada, una cadena interminable de risotadas, mezcla de estupidez y desequilibrio. Las neuronas de sus cerebros estaban siendo aniquiladas sin pena ni piedad.
-Ah, imbéciles-, pensé –que aprovecháis la vida para cercenarla o para, de plano, quitárosla. Del bien más preciado que os ha sido dado, hacéis leña pura o, con más precisión: hacéis pura mierda, pura calabaza.
En aquella batahola, el machismo -negado por la mayoría cuando están en sus cinco sentidos- salió a flote y a cuanta chavala estaba allí se la querían fajar, como mínimo. No faltó el que se les iba encima, sin decir ¡agua va! Ellas, como no están mancas, les soltaban un mamporro tras otro, hasta que se libraban de los ataques. Digo, tenían derecho por lo menos a escoger con quién, ¿no? Practicando la solidaridad, todas se hicieron una y volviéndose fuertes repelieron a cuanto cábula quiso servirse con la cuchara grande aprovechando el frenesí del reventón.
Yo, un tanto apartado del desmadre, registraba cuanto pasaba y ¡oh, manifí!, llegó el momento en que me harté. Fue cuando la Marianela puso sus ojos en mí.
-¿Y tú, qué, mi Punkijote, eres de palo?
-Para nada, pero no me gusta ser como el montón. Aquí estoy bien.
Para acortar el rollo, resultó que mi respuesta hizo que la curiosidad se metiera en el coco de la Marianela, y al poco no sólo estábamos clavados conversando muy sabroso sino que se me acurrucó, y, pues… -al que le den pan, que llore- el asunto evolucionó y de común acuerdo decidimos irnos solitos a otra parte, abandonar la pachanga, que ya había degenerado demasiado. Esa voz me agradó. Ni qué decir.
El resto de la noche con la Marianela estuvo de pelos. De parte de ambos, cero quejas y muchos puntos. Para mí estuvo de 10. Ella dijo lo mismo. La bronca vendría después y, aunque nadie nos puede quitar lo bailado, el precio del encuentro, eso creo, estuvo un poco alto.
Como a los dos días empecé a sentir un picorcito allá abajo, saben a lo que me refiero. Al principio no le di importancia, pero la frecuencia del prurito fue aumentando y, rascándome, me produje cierta irritación. El asunto fue que aquello se empezó a volver insoportable, en lo físico y en lo anímico, pues al conversar con la gente se presentaba la molestia y por más que de intentaba no rascarme, llegaba el momento en que era inevitable. No había manera de disimularlo. Me daba la vuelta para, según yo, aligerar la incomodidad de manera discreta, me alejaba momentáneamente para quedar fuera de la vista de los demás, buscaba las esquinitas, me arrinconaba dando la espalda en los quicios de las puertas, me pegaba contra los árboles y la maldita picazón no se calmaba, se incrementaba. A pesar del intenso calor, empecé a usar la chamarra larga, la de invierno, con ella era más fácil disimular la rasquiña que se había convertido en permanente y que, sea la verdad dicha, Sancho, ya me tenía loco. Dejé de salir y en la intimidad de mi cuarto me echaba agua para mitigar la joda de la comezón. También me apliqué aceite de cocina, una pomadita para raspones que por ahí tenía y otra contra el pie de atleta. Resultado: ninguno. La chingazón aquella ya no me dejaba ni dormir.
Vendí unas artesanías a las que les tenía mucho cariño, todas tenían su historia, para ir con el galeno. El cuate cuando me recibió sonrió socarronamente, me pasa seguido; cuando me auscultó, volvió a sonreír con una malicia muy maliciosa, el hijo de su madre.
-Hay que ser selectivo, joven; hay fijarse con quién se tiene relaciones, a eso me refiero… Esto de las Pthirius pubis es muy molesto.
-¿Pitirius?
-En leguaje del vulgo se llaman ladillas… piojos púbicos también…
-Ah, no chingue. ¿Tengo ladillas?
-Y en buena cantidad. Ha dejado pasar los días y está infestado. Esto es lo que tiene que hacer…
Me rasuré mis partes íntimas, mis partes pudendas… ¡Chale! Imagínense el oso. Me desinfecté con alcohol, me apliqué una loción según las indicaciones del matasanos y el alivio empezó a llegar, aunque no de volón, pero sentí que salía de un infierno. Eso sí.
Ya con el tratamiento en curso, me animé a salir y al encontrarme a uno de la banda, se me ocurrió abrir el hocico y platicarle mi desgracia, por esa necesidad de todos de ser escuchados. En mala hora lo hice. Más me tardé en platicarle lo que me pasó que él en difundir la noticia como si tuviera pacto con Televisa o Televisión Azteca. Tal cual. Mi confidencia se regó como si fuera nota roja ultra sensacional -¡Pa’ su madre!- y empezó a raza, a mis espaldas, con sus cosas:
-Miren quién está aquí: Punkijote, amo y señor de las ladillas.
-Aguas con el Punki, chavas, no las vaya a contagiar. Es portador insano de ladillas.
-Dicen que en sus loqueras, platica con sus piojos púbicos por las noches…
Finalmente, la abstinencia sexual obligada se prolongó más allá, mucho más, de lo que debería haber sido por la maldita campaña que todos emprendieron contra mí. Como si el asunto no tuviera cura, como si fuera yo un apestado o un sidoso. Para colmo de males cuando el hermano de la Marianela se enteró, me achacó a mi el que su carnala estuviera contagiada de los molestos bichos.
-Eres un malnacido, Punkijote, pasaste a desgraciar a mi hermana. ¡Maldita guacamaya tricolor! ¡Pinche Telésforo!
-No me llamo Telésforo, cabrón, me llamo Punkijote-. Siempre he renegado del nombre con que me registraron y lo desconozco, pero me calienta al tope que me lo digan. Pierdo los estribos. El carnal de la Marianela lo sabía y más me lo restregó.
-¡Telésforo, pinche Telésforo!
¡Puños para qué os quiero! Empezaron los mamporros, y grueso, no jaladas. Quijadita, coquito, mollerita, estómago, huevos, espinillas, rodillas, higadito… Los madrazos nos los dimos los dos, no fueron sólo para él. La madrina se fue pareja y ambos nos dañamos. Después de un ratón, satisfechos los instintos, nos calmamos y dimos por saldadas las afrentas.
¡Ah, humanidad, señor Dios! Además del contagio de la Marianela que me convirtió en un costal de ladillas, ahora tengo que usar la pomada para los raspones y un poco de ungüento para que no me duelan tanto los mandarriazos que recibí. ¡Por tantos caminos andamos, Sancho!
Información complementaria
La pediculosis es una infestación del vello púbico y perineal. El agente que lo causa es el Pthirius pubis, que en lenguaje coloquial, conocemos como ladillas o piojos pubianos. Este insecto pertenece a la familia de los ectoparásitos, y se alimentan de sangre. Tiene uno o dos milímetros de longitud, y presenta seis pares de patas que acaban en forma como de tenaza, y es lo que le permite aferrarse a la raíz del vello. En esta misma raíz capilar es donde la hembra pone los huevos, formándose la ninfa al cabo de una semana, y el insecto maduro a los 14 días. La vida media es de tres a cuatro semanas.
La adquisición y transmisión, es siempre por contagio sexual, y aunque se admite la ocasional transmisión por el contacto con ropas u otros objetos, esta vía es dudosa, y de hecho no se contempla como tal en la clínica diaria.
Afecta sobre todo a personas jóvenes, y dentro de éstas a mujeres. El contagio es tan fácil, que el parásito es contraído en el 95% de los casos de contacto.
El síntoma principal y casi único es el picor, que no sólo se produce por la acción mecánica del insecto, sino también por una reacción alérgica a él.
Mácula cerúlea: Como indica su nombre, se observa una mancha del color de la cera en la piel, en el punto de punción del parásito.
A veces el parásito puede colonizar el periné, y más raramente axilas o cabeza.
Es muy frecuente la asociación de las ladillas, con otras enfermedades de transmisión sexual. En este caso suele asociarse con la gonorrea.
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