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Gata

¡Ah, mi media hora de descanso! La sala en silencio se traga la luz que entra por los ventanales regalándome la suavidad de la penumbra mientras un jazz lento se desliza en cada rincón penetrando todos mis poros. Absorbo cada una de las notas, me las quedo dentro, las convierto en rítmicos movimientos musculares. Siento que me convierto en música e imagino que aquel jazz se nutre de mí convirtiéndose en otro ser vivo.

A ojos cerrados viajo descartando las imágenes que van apareciendo en mi mente y en el largo recorrido escojo y regreso a las más amables, a las más codiciadas también: una rubia exuberante, una trigueña cadenciosa, tú, un carnaval semejante al de Río… no sé si es Veracruz o Nueva Orleáns…

Un ruido inusitado me hace voltear al balcón. Se ha caído la maceta de los malvones rojos. El barro, la tierra y las flores han quedado casi en una pieza; cayeron firmes, de un solo palmo. Junto está una gata negra, altiva, mirándome con una fijeza perturbadora. Maúlla, como disculpándose. ¡Diantres! No puede ser. Sin apenas permitirme reaccionar la gata entra y alcanza en un sorprendente salto el sofá cama acondicionado desde hace rato para dormir.

Vuelve a maullar y el tono ahora parece invitarme a ir con ella. Se estira, va de un lado a otro como si estuviera en una pasarela, se recuesta sensual… Veo el brillo verde intenso de sus ojos que captura mis sentidos; es un verde becqueriano -de un color imposible-, me hipnotiza, ronronea, me invita, me reta. Sí, me reta. ¿Está sonriéndome? Sí, lo hace. Me sonríe. El jazz se multiplica en mis oídos, tal vez es Piazzola con su bandoneón y violines, o no, pero hay violines que armonizan con los movimientos de la gata.

Gata, gata negra, sensualidad pura de azabache, me pierden tus movimientos de gata-mujer, me domina tu mirada enigmática de esmeraldas y me vences con tu sonrisa y el arco de tu espalda. Gata, negra gata, felina inmisericorde, dominante, señora-gata sabes que me atrapas y no cesas tus movimientos y tus ronroneos-susurros, que son sin rodeos invitaciones para acabarnos la noche y, de ser necesario, morir en ella. Gata-mujer, mujer-gata, negra gata de mortal flexibilidad, de feroz ansiedad animal.

-Ven-, me llamas.

-Voy-, ronroneo.

Me transformo en gato macho y tú en inmensa hembra y ambos en pasión de torrente transformamos el sofá en campo de batalla. A pesar de la lucha sé que ninguno saldrá vencido. Todo será victoria. Me convierto en garras, tú en suavidad; evolucionas en posturas imposibles, yo las conquisto; propones y acepto; te impongo y te sometes. Todo es una locura. Tengo que detenerme y mirarte, mirarte bien, con detenimiento. Esto no puede ser real. Me aparto y para mi gran sorpresa estás ahí convertida toda, gata negra, en curvas de mujer. Tu pelo vuela con sus ondas conforme te mueves, tu cintura se abrevia y tus caderas crecen en la proporción con que te ondulas. Vienes a mí y te espero, abiertos los brazos, con mi ansiedad enhiesta. Mis deseos se multiplican al encontrarnos y fundirnos. Nos dedicamos a la lucha y pedimos tregua con simultaneidad inusitada, sincronizando nuestros ritmos hasta alcanzar la perfección. ¿La perfección? Sí, la perfección. Todo sucede para ambos en su junto momento.

-Más-, dice alguno de los dos.

-Más-, coincide el otro.

Siento mis ojos verdes; veo los tuyos, imposibles, mientras surge de algún lado un olor a menta y a hierbas.

Mi pelo negro se eriza y maúllo de placer; me arqueo, siento tu espalda satinada y el movimiento de nuestros cuerpos crece y crece y crece. Gimes, gritas, mujer-gata y abres tu par de esmeraldas, mientras dices:

-Tienes los ojos de un color imposible, gato negro, hombre gato.

-Miauuuu…

Los combates que libramos resultan homéricos y casi nos alcanza el amanecer, cuando la pasión amaina. Te quedas dormida, musitando con suspiros palabras ininteligibles. Me hago ovillo en tu seno y luego, cerrando los ojos, ronroneo.

– – –

Despierto, salto del sofá y salgo al balcón. Veo la maceta rota, la tierra y los malvones rojos.

La mujer se enojará, pienso, mientras salto a la baranda y trepo a la azotea. Esperaré  la noche para buscarte, mujer.

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Imagen tomada de http://www.mundofotos.net/usuario/mio_amore
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Llegué a mi apartamento y, al recostarme en el pequeño diván de la sala, el cansancio me lanzó, imperativo, a un sueño profundo. El frío me despertó; pasaban las tres de la mañana. El aire circulaba con desparpajo a través de la ventana y las cortinas danzaban acompañándolo en sincronía perfecta. Todavía amodorrado, me levanté. Mi sistema automático me llevó a la cocina y puse una jarra de café. A poco, la bebida me reconfortaba y, con las baterías cargadas, me encontré, en armónica vigilia, dentro de la profundidad de la noche. Te recordé una vez más. ¡Cuántas añoranzas!

Es irremediable, no puedo evitar, orgánicamente, recordar tu cuerpo. Tengo registrada tu textura, tus formas, tu cadencia. Cada uno de tus movimientos está anotado en mis ojos; tu temperatura se quedó guardada en mis manos y el éxtasis de nuestras íntimas comuniones, donde nos compartimos integralmente, está sumado en mis células. Es el influjo de Eros.

Bendigo y me asombro con la memoria orgánica que, más allá del pensamiento y la razón, lleva cuenta precisa de nuestros momentos más intensos y la plenitud de haberlos vivido. Son muchas las imágenes de todo tipo, olfatorias, visuales, auditivas, táctiles, que se asocian con la maravilla de haber recorrido tu piel, ese campo sinuoso que semeja al infinito, donde cada centímetro multiplica el placer y provoca seguir viajando, casi, para siempre.

Estás bañada de luna o de sol. Tus perfiles, cambiantes, me provocan, y te alcanzo junto al ventanal. Tus brazos me enredan. Me he dejado atrapar para atraparte yo también y, ahora, son mis brazos los que te enredan. Te has dejado atrapar para atraparme tú también. Nuestras evoluciones, siempre complementarias y perfectas, desembocan en una fusión extraordinaria. La experiencia siempre es diferente y –¡oh, mujer!– superlativamente sorprendente. Podría decir, en estos momentos, que soy adicto a ti, sin remedio y manifiesto que no quisiera rehabilitarme -¡nunca!- de esta dependencia. Al volvernos uno, en el paroxismo, por unos instantes, todo se detiene y, a sabiendas que el final se acerca, gozo. Luego sufro porque “siempre” es sólo una palabra y no puedo alargarla en ti, contigo, con los dos…

Es precioso el influjo de Eros, en las noches más frías, en los días de calor aplastante, en las tardes lluviosas con vestido de nostalgia, en las tristezas largas del invierno y en todo momento en que te evoco. Como si fuésemos piezas de relojería, nuestros engranajes son perfectos.

Ciudad de México
Año 2009 y corriendo

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