Por Alonso Marroquín Ibarra
« ¡Hijos de toda su churrigueresca jefa! ¡Ya me torcieron! ¡Qué poca! ¡Malhaya la hora en que los parieron, me cae que sí! ¡Ojalá que en su ADN traigan mensajes que enfermen sus malditos cuerpos y les produzcan alteraciones aberrantes en el coco! ¡Infelices! »
No pude evitar hilvanar chingos de mentadas de madre al ver todas mis pertenencias en la calle. En la entrada de mi covacha estaban regados todos mis tiliches, sin la menor consideración. Era claro que los desgraciados que tal hicieron, aventaron todo lo que encontraron a la calle, valiéndoles madres si algo era valioso o se podía romper.
« ¡Vayan y molesten y fastidien y violen a su madre… de manera permanente… por toda la eternidad! »
-Tranquilo mi Punkijote, tranquilo. No te me alteres, deja la hormona quieta. Apacíguate, valedor.
-Cómo quieres que esté sereno, mi buen, si quién sabe quien hijo de toda su jijurria me botó mis cosas a la calle…
-Pos la dueña. ¿Qué esperabas?, si debías muchos meses de renta.
-¿Debía? No debo ni madres, Mes a mes, como si fuera inglés, pago mi renta y llevo bien la cuenta. ¡Ah, chingá, me salió verso sin esfuerzo!
-Digo, Doña Amalia dirigió el “acto” de desalojo. Vino un güey, ¿cómo les dicen?… ah, sí, un actuario y hasta dos acólitos del diablo -entiéndase cuicos, policías, pues-, para “practicarlo”.
-Ah, chirrión, pues si no soy delincuente… Háblale a la señora Ruth, pa’ que se aclare todo.
-Pos si la señora Ruth se cambió hoy. Incluso se cobró con algunas de tus chivas. Dijo que le debías una buena lana desde hace tiempo y que no había de otra, porque. « Si no me cobro hoy, pos no cobraré ya nunca ». Así dijo, mi Punki.
-¿Cómo que le debía una lana? A ella le dejaba mi renta para que me hiciera el favor de pagarle a Doña Amalia.
-Uy, mi Punki, se me hace que te llevó al baile.
-¡Arpía desgraciada! ¡Vieja infeliz!
– – –
Así se pusieron las cosas mis nunca bien ponderados mais –maestros, quiero decir-. Esa urraca desgraciada que tuve por vecina se pepenó mis oros y no siéndole eso suficiente me dio baje con una figurillas chinas que fui coleccionando al paso del tiempo. No eran obras de arte, pero sí estaban chiditas. También fue la ganona cargando con mi estéreo; un lote de camisetas ya trabajadas con imágenes muy acá, de mi onda, que eran para la venta con la banda; unos cuadros muy cucos, como de estilo rococó, que servían para poner fotos; otras artesanías, varias, que, mercándolas, me daban para el sustento.
La cosa fue que, además de lo que me apirañaron, muchos de mis escasos bienes se fastidiaron. Los libreritos de madera aglomerada chiflaron a su máuser; lo mismo pasó con mi comodita, la mesa del dizque comedor y las sillas, que ya de por sí estaban bien flojas de las patas; los siete años de mala suerte del espejo (quedó hecho pedacitos) de mi ropero (que también se descuadró todito) espero que le caigan al bodrio de señora en quien confié y también al güey que lo sacó.
¡Chale, ya estoy desvariando! Lo que pasa es que sí, estoy muy muino, encamionado, caliente, emputado, encabronado, que me lleva Pifas, la rechintola también y ando como diablo en busca de quién me la pague, aunque no sea el me la haya hecho.
El nefasto día del desalojo, tratando de encontrarle algo positivo al suceso, aproveché para deshacerme de todo lo que ya no servía. Había yo acumulado, como si fuera rata cambista, un chingo de porquerías que, la neta, no servían para nada. Doña Amalia me recetó una letanía de palabrotas de carretonero porque quería que le quitara toda “esa basura” de allí, porque le estorbaba y le afeaba la “privada”. ¡Privada! ¡Cómo no! ¡Pinche vecindad mugrienta!
-Hágale como quiera, pinche vieja argüendera, yo me pinto de colores. A’i se ve-. Dejé a la ruca gritando como loca. Vociferaba y me lanzaba amenazas como si desde sus extrañas quisieran salírsele los diablos que guardaba dentro.
“Pechuguita”, una morra muy buena, y buena onda también, me dio chance de guardar los pocos triques con los que cargué. Tenía que aplicarme en buscar otro penthouse para vivir.
« La ropa que traigo puesta, pensé, aguanta unos cinco días; luego veo si la fémina se aliviana y me lava y plancha algunos trapos. Ni modo de andar como cerdito todo el tiempo. ¡Pulcritud ante todo! Faltaba más, sobraba menos. »
Empecé a aplanar calles en busca de una nueva morada, encomendándome a San Cinete de los Lebreles, un santo que inventé en mis ratos de ocio, customizado a mi medida, que siendo amante y gran protector de los perros, a mí debía funcionarme de maravilla.
¡Ni madres! San Cinete de los Lebreles me estaba fallando… y gacho. Llevaba horas caminando; pregunté aquí y allá, acullá también, y nada. Unos depas estaban de a tiro carísimos, como si estuvieran en las Lomas de Chapultetrepo; otros, eran francamente inhabitables. Yo creo que ni los lacras más lacras se hubieran animado a vivir en semejantes cuchitriles. El día casi se volvía noche mientras yo seguía como mulita, dale y dale, en busca de mi nuevo paradero. El cansancio junto con el fastidio, el hambre y la sed, ya me tenían pendejo. Al final de una calle polvorienta, que en tiempos de aguas ha de ser un lodazal, vi un letrero: Se alquila cuarto. Eso infló mi casi ponchada esperanza y me aliviané. « Veamos, dijo un ciego »
Toqué y, después de un buen rayo, al fin salió un viejo mala cara.
-¿Vienes por lo del cuarto?
-Por eso mismo, señor-. Contesté con respeto.
El güey me barrió completo y empezó a decirme una letanía de chingaderas.
-Nuestros inquilinos, todos, son gentes respetables. Aquí no andamos con pendejadas, ni toleramos que cualquier prángana venga a alterar el orden y la paz. Eso es lo primero que tienes que saber y aceptar. Si estás de acuerdo le seguimos y si no, la calle es muy larga, no es la única, hay muchas, y puedes seguir buscando.
-Estoy de acuerdo. ¿Se puede ver la vivienda?
-Claro que se puede. Pero antes vamos a ponerles todos los puntos a las “is”. Ya estuviste de acuerdo con lo primero; lo segundo es que debes cumplir con todos los requisitos para que te rente el cuarto.
-¿Y cuáles son?
-Tres rentas de depósito, más la del mes que corre; un aval que tenga bienes raíces, libres de hipotecas, que quede bien claro; el aval tiene que vivir en el D. F. y debe firmar “solidariamente” el contrato; el contrato es de un año, obligatorio, o sea mi buen amigo que si te vas antes, tienes que pagar todos los meses que resten para que se cumpla el período; en tu caso, también necesito que me traigas una constancia de “no antecedentes penales”, expedida por la autoridad competente…
Brinqué.
-¡Chale! ¿No vas a querer también una carta de buena conducta?
–No te pases de lanza. También necesito tres cartas de recomendación de gente que te conozca por lo menos desde hace diez años que haga constar tu honradez y…
-¡No mame…naces!- lo interrumpí.
De a tiro ya estaba yo irritado. Mis sentidos se alteraron. Era increíble que para rentar un pinche cuarto, que ni siquiera había visto, el ruco me estuviera pidiendo tantos requisitos… empezando por los tres meses de depósito… el año obligatorio…
-Y, ¿qué?, ¿de a cómo está la renta?
-Son tres mil pesitos mensuales
-¿Tres mil varos? ¡Ah chingá! ¿Incluye servicio de hotel, caricias de las mucamas a mi entera satisfacción, un negro para que me eche aire con un abanico de plumas de pavo real, baño con sauna o de jodida un temascal, guardias de seguridad para que me cuiden y acompañen a mis menesteres…?
-¡Hijo de toda tu madre! Nada más me estás viendo la cara de pendejo. Vas a ver, infeliz. De mí nadie se burla.
El viejo más tardó en amenazarme que en sacar unos chakos, y haciéndole al Bruce Lee, me empezó a tupir. Yo cabeceaba, evadiendo los mandarriazos, pero no pude evitar que en uno de tantos me diera en la cresta y, ¡eso sí!, puedo permitir cualquier cosa, pero que estropeen mi mohicana, ¡ni madres! Así pues, me le dejé ir, triando trompones a diestra y siniestra, más a siniestra que a diestra, porque los chakazos que tiraba estaban de a peso. Era bravo, muy bravo el pinche viejo.
Era la hora de la justicia y no podía permitir que un malandrín de esa laya, saliera vencedor de tal embate. Me quité el cinturón de volón y, como si de unas boleadoras se tratara, lo hice girar a lo cabrón. EL viejillo con todo y sus palitos, reculó y me dije: « Hora es cuando, Punki, acaba con este símbolo de inequidad y abuso. Tienes a San Cinete de los Lebreles por testigo de que venías en son de paz. Arremete y sal vencedor. Sea pues. »
El viejo estaba bien fiero, pero le apliqué unos buenos hebillazos en el coco. Cuando se me dejaba venir lo esperaba a pie firme, le hacía una finta, él se mosqueaba y ¡rájale!, le daba su madrazo. Me empecé a ufanar. Traía una puntería de apache. Me confié también y ese fue mi error.
Por estar concentrado en el viejo, ni cuenta me di que ya se había juntado la banda detrás de mí y, de sopetón, me cayeron encima. Sentí la lluvia de chingadazos y traté de cubrirme, pero fue inútil. Parecía “ponchin bac”. Sentía lo tupido por todos lados. «Tienes piernas, Punki. ¡Pélate!» me dije, y ¡a correr, caballo, porque si no, no la hubiera contado!
Tuve que recortarme la mohicana; mi chamarra quedó desgarrada; perdí mi cinturón; la “Pechuguita” ni lavó ni planchó ninguno de mis trapos; no me he bañado casi en dos semanas y tengo muy poco varo. La cosa está de la chingada. Ah, tampoco he conseguido una mansión para vivir y me quedo en los parques corriendo el riesgo de que me lleven al “botellón”. Sólo San Cinete de los lebreles no me ha abandonado, al menos eso espero, porque nada más falta que pase un perro y me mee.
Unos chavos de la banda me dieron unas artesanías para mercarlas. Espero juntar un billete para que mi situación se estabilice. La bronca sigue siendo que son demasiados los pinches requisitos que piden para rentar unos mugrosos metros cuadrados.
Seguiré cabalgando, Sancho, desfaciendo entuertos y enderezando jorobados.
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