Aquel entumecimiento lo desbalanceó; estuvo a punto de caer. Aplicó su voluntad, se serenó y recuperó el paso. Faltaban muchas cuadras para que llegara al lugar de la cita. La distancia, con los pies adormecidos, pareció multiplicarse.
«Debí escoger un lugar más cercano», se dijo, deteniéndose un momento, como si eso lo restableciera. Se frotó las pantorrillas con intensidad creciente y continuó después de unos instantes; ya iba con retraso y eso le parecía intolerable. Era su obsesión de por vida por la puntualidad.
Como quien fuera a preguntar por una dirección, lo detuvo una mujer, centrando una mirada bondadosa en sus ojos.
«Sus males desaparecerán, no se angustie, pero debe tomarse sin falta esta yerba». La mujer le entregó un envoltorio pequeño que recibió en automático. Su mente atrapada por la angustia que le producía ir tarde y la dificultad que tenía en el andar no le permitieron reaccionar con rapidez y la mujer se desapareció entre el gentío.
Checó la hora en su teléfono celular y los quince minutos de retraso que llevaba lo impulsaron para acelerar el paso. Al menos lo intentó, porque su avance, cada vez más lento e incómodo, no le otorgó ventaja alguna.
«Los achaques tenían que llegarme algún día. La herencia y los años simplemente están haciendo su trabajo. ¡Carajo!».
El resto del trayecto fue una tortura. Uno era el malestar, pero su mente lo agrandaba haciéndolo insoportable. ¡Y el retraso! Sumaron treinta y cinco los minutos pasados de la hora acordada. Sus ojos recorrieron vertiginosos todas las mesas del sitio y no vio a ninguno de los convocados. Ordenó un café y esperó. Con la mirada inquieta, consumió más de una hora hasta que, convencido de que nadie llegaría, pidió la cuenta.
«Tal vez sí vinieron y se fueron… llegué muy tarde. ¡Pinches piernas!»
El presentimiento que había tenido se cumplía puntual: no se haría el negocio. Tal vez él mismo se había programado para que así sucediera, era muy probable. La sensación de adormecimiento se intensificaba día con día y a momentos se sentía verdaderamente impedido. «Quizás -lo creía-, ya no es tiempo de emprender nuevas aventuras financieras… ni de ningún tipo»
Llegó a su casa todavía bañado del temor a caerse o no poder dar un paso más y con el sentimiento de culpa bien puesto por haber llegado tarde. Sacó los contenidos de los bolsillos de la chamarra y encontró el pequeño paquete de yerbas que le había dado la mujer; las olió: «Manzanilla».
Hizo el té, consumió dos tazas y se fue a la cama. El hombre jamás despertó. Sus males, como bien le dijo la misteriosa fémina, desaparecieron con él; su angustia también.
Alonso Marroquín Ibarra
22 de Agosto del 2009 y corriendo
Deja una respuesta